14.12.10

Siempre vuelvo a vos, como si el límite del dolor fuese tu nombre.
Como si algo o alguien irremediablemente me obligara  a comparar cada pena, cada lágrima con las antes derramadas.
Como si nada fuese lo suficientemente malo, lo suficientemente gris al compararse.
El límite, la sangre, el oscuro, lo irremediable... todo tiene tus ojos. Tu mirada, tu aliento.
Nada es tan imperfecto. Nada tan mortífero. Nada vale un sollozo cuando llega tu recuerdo.
Y de nuevo, me encuentro parada en medio de la vida. Preguntándome si está bien o está mal. Si debería... si podría... si quisieras.
Pero me siento liviana entre todo esto, me siento libre entre los lamentos.
 Hasta llegué a la conclusión, tu dolor me es familiar. Cercano, cotidiano.
Entonces elijo y vuelvo a elegir. La comparación. El desatino. El creerte superior a cualquier otra cosa.
Nada se salvaguarda de tu recuerdo.
Nada termina por si mismo.
Nadie es.
Nadie sigue.
Me protejo y me libero en tu dolor.
Comparo y reacciono solo por vos.
Y vivo, como si ayer fuese todavía y mañana una ficción deseadamente inalcanzable.